Concurso nacional de anteproyectos, ampliación y remodelación del Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino, Rosario, Santa Fe 2017.
La decisión inicial de preservar el edificio histórico del Museo Castagnino sienta la base de una serie de decisiones para el Anexo a construir. No se trata de un intento de preservación de un objeto, sagrado o intocable. Se trata de potenciar aquello que tiene de valioso, y dotarlo de las cualidades que un edificio dedicado a la cultura presupone. Preservar la interioridad del edificio obliga a operar con precisión quirúrgica sobre las maneras en que funciona, y permitir dispositivos que lo potencien y conviertan a la intervención en una suma más que en una compleja ecuación matemática de difícil resolución.
La decisión de ubicar el Anexo por delante del edificio histórico no surge por una vocación provocativa, a menudo afín a la profesión del arquitecto. Por el contrario, surge de la decisión inicial, ya mencionada, de preservar las salas de exposición interiores. Para hacerlo, el edificio necesita un nuevo hall, capaz de asumir la tarea bifronte de resolver los accesos y movimientos del público masivo que asiste a eventos puntuales, los visitantes del museo, los empleados, los usuarios del bar o la biblioteca; y a la vez atender a una problemática inherente a la condición contemporánea de nuestra arquitectura: la cuestión urbana.
El Anexo se ubica en el exacto lugar en que, creemos, debe aparecer, y esta decisión debe leerse despojada de apriorismos. No se intenta atacar a la historia, tampoco negar la fachada, o valorar más una que otra, porque la sola problematización del tema de la fachada se constituye como una cuestión perimida. Se intenta convertir a la arquitectura-objeto en una arquitectura-ciudad. Así, el Museo podrá ser el escenario de la vida cultural de la ciudad democrática.
La nueva superficie requerida para exposición de arte, carencia que motoriza el llamado a concurso para la ampliación del Museo Castagnino, se posa frente a la rotonda de Boulevard Oroño y Avenida Pellegrini, por delante del edificio existente. Una gran Caja de Pandora que contendrá aquello por lo que el público va al Museo. Debajo de él, el espacio fluye, urbano, y deja entrever las actividades culturales más públicas: el auditorio, la biblioteca y el bar.
Una gran calle, caminable y traspasable desde Oroño y desde Pellegrini, es tanto pasante semi pública como atrio del edificio, resuelve las tensiones entre lo nuevo y lo viejo a través de un tercer elemento, inmaterial, híbrido. Es un espacio de luz, de múltiples alturas para permitir el posicionamiento de piezas escultóricas visibles al gran público. Desde él, se accede a las funciones de uso masivo y también se ingresa al Museo propiamente dicho.
En la plazoleta, se minimiza en función de la operación morfológica el impacto sobre el patrimonio arbóreo. Se mantiene la superficie de espacios verdes y espacios públicos. El agua escenifica la separación de los elementos, como en los castillos medievales. La pieza arquitectónica de principios de siglo XX, algo muda, mantiene su mutismo. El que habla, ahora, es la plaza.